De amor y otros demonios

Hace tiempo que ando dándole vueltas a un asunto. Cuando nos enseñan los valores del amor romántico, tan repetitivos y manidos que apenas se cuestionan, no caemos en la cuenta de cómo influirán en la forma de entender nuestras propias relaciones. A mí siempre me atrajeron en la literatura, el cine o la música las historias de amores grandilocuentes, con decepciones y traiciones desgarradoras, plagadas de pasajes donde los enamorados fuesen histriónicos e intensos. No porque aprobase esas historias llevadas a la realidad, sino porque en ficción me resultaban más líricas. Los amantes que se desviven en la entrega y acaban consumiéndose en sus propias ambiciones malogradas. Nunca fui de finales felices porque no los creía posibles.
Lo que no identifiqué fue el dominio que podría llegar a tener en mí a la hora de configurar el concepto de la pareja. No he sido diferente al resto, pues aún siguen afincados los mismos valores tradicionales que por educación transmitimos: los mitos del amor romántico, de los que ya se ha hablado mucho, pero tan difíciles de paliar.

Cuando una relación termina, tendemos a hacer balance para comprender qué nos llevó al fracaso. Pero a menudo identificamos como positivas cosas que no lo son. Lo desconocemos, porque las historias de amor que más nos gustan siempre llevan un para siempre en su contenido. Así ocurre que, con el paso de los años, y desde hace demasiado, no cambian de forma y siguen establecidas en los mismos principios.
Y por eso hoy romances como los de la saga Crepúsculo o A tres metros sobre el cielo siguen siendo el estereotipo de relación anhelado por adolescentes y jóvenes. Me preocupa que se siga tomando como correcto el mismo modelo. Frases como "Te quiero solo a ti", "Eres la mujer/el hombre de mi vida", "Mi amor por ti puede con cualquier cosa", "Eres mi media naranja"... Todo ello nos suena de lo más habitual y suele ser aquello a lo que aspiramos: la pareja se convierte en un todo indestructible, que tiene su principio en deseo físico, pero que potencia las emociones afectivas hacia lo casi místico. Deseamos tener al lado a alguien que nos "haga sentir especial", que "nos sea fiel", que "lo dé todo por nosotros".
De esta forma, aunque no lo razonemos, la relación se configura con varias expectativas: la exclusividad (solo me quiere/desea a mí), la eternidad (esto es para siempre), la anulación (no soy nada sin ti), el sometimiento (este sentimiento es tan fuerte que me hace aguantarlo todo), el desafío (me esfuerzo por ti, hago sacrificios por ti, voy a cambiar por ti) y la dependencia (mi vida y mis planes se configuran en base a este amor que no quiero perder).

Creemos que si nuestra pareja nos promete amor eterno se produce una unión maravillosa y única; que cuando nos asegura no sentir atracción por nadie más nos hace extraordinarios; que cuando sacrifica traslados, amigos, salidas, trabajos por salvar lo nuestro está llevando a cabo un acto de entrega que reconocemos basado en un sentimiento verdadero. [Podría hablar también del modelo heterosexual, que a su vez está configurado según lo que se espera del hombre y lo que atañe a la mujer, pero eso me supondría una extensión tremenda, porque el análisis tiene fondo. Además, desde hace más o menos una década, las relaciones homosexuales se desarrollan exactamente con los mismos patrones y roles que las controladas por el heteropatriarcado, y al final, la única diferencia es que los cónyuges son dos hombres o dos mujeres. Sin duda alguna, el amor romántico tiene entre gays o lesbianas la misma fuerza. E incluso los elementos dominación-sumisión se repiten aunque el sexo sea el mismo.]

Yo solo he vivido una relación que ha tenido todas esas fases de enamoramiento, apego, convivencia, esfuerzos, sacrificios, conflictos..., pero me ha bastado para reconocer que todo aquello que de forma educacional me ha sido inculcado se ha reflejado en mis aspiraciones y en mi propia actitud. De modo que creía en todas las mentiras que me habían contado los libros, las películas, las parejas, la sociedad. Y así me fue, claro.
¿Cuál es el problema de todo esto? Efectivamente, cualquiera puede identificar que la anulación personal, la entrega sin condiciones o el esforzarse a toda costa suponen elementos negativos. Pero no son fáciles de reconocer: yo nunca pensé que estaba interpretando perfectamente mi rol de romanticismo en la relación; sin embargo, cuando llegaron las vacas flacas en lo sentimental, todo eso salió a la luz. 

Lo inadecuado de todos estos tópicos que consumimos y nos creemos es que crean falsas expectativas muy peligrosas. Cuando se rompe el pacto de lealtad mutua que se ha configurado con tantas promesas llegan los problemas. Uno de los dos se desprende por algún motivo: ha llegado la traición. Y eso, en muchos, demasiados casos, lleva a las situaciones violentas. Y violento no es solo un puñetazo. Las discusiones encendidas, los insultos, los reproches sistemáticos, la lucha por quién lo ha hecho peor, cuál de los dos trajo el problema, lo que me debes, lo que me has hecho, etc. en muchísimas parejas son más que usuales. La relación puede entrar en una rutina de destrucción recíproca: ya no eres lo que creía, me has decepcionado y debo hacértelo saber continuamente. O, por el contrario: lloro, me lamento, me autocompadezco y perdono porque no sé renunciar. 

Todo eso que nos contaron, el amor sin fin, la felicidad infinita, resulta que era un cuento. Quizás si nos hubiesen enseñado a basar la relación en el respeto y la tolerancia, en lugar de en el dar, en el esfuerzo, en la adulación..., nos habría ido mejor. Pero nunca es tarde. Y de todo se aprende. Aprendamos entonces a querer con menos exigencias, con más análisis y con cuidado. A ver qué sale de ahí.


[Como me enseñó mi amiga madrileña, Esther, amar es renunciar a la fuerza.]